Círculos
Dos donuts rellenos, y un capuchino grande, como cada mañana. Aún no ha amanecido del todo. Acabo con los donuts y apuro el café mientras bajo las escaleras de la parada de la Ciudad de la Justicia. Dejo pasar dos trenes antes de subir en el de las 8:30. Esquivo a los trabajadores somnolientos que apenas me ven bajar, como si en su programación no fuera posible que alguien no lleve su mismo camino. El metro está vacío, cuento uno, dos, tres vagones. Éste es. Entro y me siento junto a la puerta. Llevo gafas oscuras, los cascos puestos y suficiente volumen para que quede claro que no deseo conversación alguna, aunque en realidad tampoco es algo necesario. Ya nadie habla con extraños.
Próxima estación Barriguilla. Próxima estación Carlos Haya. El vagón se va llenando de una procesión de caras inexpresivas, tan parecidas en realidad unas a otras que sorprende darse cuenta de que pertenecen a razas tan distintas que es absurdo encontrarlas tan semejantes. Para mí son todas iguales. Paro este sentimiento. Observo a cada uno. Es importante que recuerde que estos están vivos. Llenos. No tienen que ver con los que veo a diario en mis turnos. Los observo y disecciono mentalmente, como hago con los cuerpos. Intento adivinar de donde vienen, a que se dedican, a donde van. Probablemente no me equivoque casi nada en mis suposiciones. Al fin y al cabo observar y deducir es mi trabajo, que sea a partir de sus vísceras o de su ropa y comportamiento no es tan distinto. Pero en el fondo me siguen pareciendo la misma cara en distintos cuerpos. Pocos resisten el olor a muerte de mis salas, pero a mi lo que me cuesta es soportar el olor de los vivos. El maremagnun de olores corporales y colonias me resulta cada día más irritante.
Próxima parada Renfe, conexión con cercanías y L2. Mi pulso se acelera, el resto de pasajeros desaparece de mi percepción, me quedo solo. Las puertas se abren, entre la marabunta que se abre paso para salir y entrar por fin la veo. Tercer vagón, nunca elije otro. Tiene la misma expresión que la primera vez que la vi. No está somnolienta, ni cansada, ni su rostro refleja la resignación de las demás caras. Sonríe. De que carajo se reira. La gente ya no tiene muchos motivos para sonreir. Es una chica normal, veinteañera, morena, ojos claros, piel clara, labios carnosos, estatura media. Pelo suelto, ondulado. Vaqueros y camiseta, la misma bolsa bandolera de siempre. Como a los otros, como la primera vez que la vi, la observo y disecciono. Y como cada dia escapa de mi disección. Tan opaca para mí como transparentes son los demás. Esa sonrisa me resulta tan intrigante, tan relajante. Escucha música tranquila, con la mirada perdida, profunda, de cada día que me revela cierta nostalgia, cierta melancolía, y me hace más fascinante aún su sonrisa. Me mira fugázmente y me parece adivinar que su sonrisa crece de forma casi impercetible. Es mi imaginación. O quizás no.
Próxima parada Malagueta. Fin de línea. conexión con L2, L3 y L6. Para salir debe pasar junto a mi. Bajo tras ella para verla subir las escaleras hacia la luz. Yo espero en el tunel hasta que desaparece en la calle y vuelvo a tomar el tren en dirección contraria hasta mi parada. Dos antes que la suya. Como cada día desde hace tres meses. Desde el primer día que la vi. Diez minutos al dia que espero con el ansia de un adicto. Salgo de la estación y recorro los escasos metros que la separan del portal de mi casa. Me acuesto cuando el mundo que me rodea está en pie. Esta noche abriré dos, tres, cuatro cuerpos. Como casi cada noche. Málaga se ha vuelto una ciudad difícil. Y cuando mi turno termine saldré a comprar dos donuts rellenos y un capuchino grande, como cada mañana.
Me encanta…Eres Dexter, version española, con capacidad de sentir o al menos, de querer sentir.
Me gusta, deberías escribir más a menudo.
Mola.