La Gran Máquina
Por fin había llegado el tan esperado día. Hacía un par de semanas que Miguel había empezado a trabajar en aquella empresa. Le había costado meses conseguirlo pero al fin lo había logrado. Recordaba el primer día de trabajo, cuando se abrieron las puertas y la luz inundó aquella nave, ese gran espacio casi único lleno de cubículos. Cada uno con su ordenador, sus auriculares con micrófono, su lista de objetivos y un pequeño espacio para la personalización. Está demostrado que se rinde más cuando hay objetos personales en el espacio de trabajo. Miguel no tenía ninguno. Su cubículo era impecablemente estándar. Un cubículo rojo pastel, color que demarcaba la zona de telefonía. Toda la empresa consistía en cubículos con teleoperadores ubicados por zonas de distintos colores pastel, que identificaban el producto a vender: rojo pastel, teléfonía y adsl; azul pastel, seguros; verde pastel, robots de cocina; etc. Lo sabía perfectamente, él formó parte de la cuadrilla de obreros que había pintado toda aquel laberinto de colores hacia unos meses. Fue su primer acercamiento a aquella empresa que ofrecía marketing telefónico a otras empresas, eran capaces de vender lo que fuera. Con cada brochazo no veía el momento de ocupar uno de esos cubículos y conocer por fin a la Gran Máquina. Sabía que lo conseguiría. Ahora ya llevaba un par de semanas sentado en uno de esos cubículos. El suyo perfectamente estándar. Lo había conseguido. Él no personalizaba, de hecho contestaba a cualquiera que lo llamara, aun con un nombre equivocado, sin molestarse en corregirlo. Así que era Javier para unos, Miguel para otros, “el frikazo” para la mayoría, Jorge para una chica de tres cubículos a la izquierda. No sabía por que terminó siendo Jorge para ella, pero le daba igual. Miguel no se relacionaba con nadie. Él vivía para estar en su cubículo, llegaba antes que nadie, y visitar cada noche antes de volver a casa, él último de todos, a la Gran Máquina. Tanto tiempo soñando con ella.
La Gran Maquina era un ordenador muy potente, conectado a una enorme base de datos de personas que jamás sabrían como habían llegado a esa base de datos. Entraron en una única llamada, un solo click, un casillero marcado en un formulario o desmarcado en otros. Así de fácil. Podían salir, por supuesto. Mandando un fax, carta escrita, a una dirección difícil de recordar, escrita de forma minúscula en el pie de algún documento de papel o digital, o leído por alguno de los más de mil teleoperadores de aquella empresa en unos diez segundos. Él podía leerlo en cinco. De esa base de datos el ordenador escogía según un complicado algoritmo de perfiles (a boleo) una lista de números que asociaba a alguna de las empresas contratantes y hacia una llamada cada media hora. Si la llamada era respondida por un contestador, una persona o simplemente interrumpida por el usuario, el ordenador identificaba la línea como en uso y la servía al teleoperador adecuado y volvía a llamar cada cierto tiempo, hasta que la llamada era respondida. Fuera cual fuera el resultado de esa llamada, venta o no, no era eliminada ni marcada como ya usada. Pasaba a la cola y podía volver a ser escogida. Una maravilla del spam telefónico. La mejor de su especie. La más moderna. La Gran Máquina. Cada noche antes de irse, Miguel entraba a aquella sala a hacer una visita reverencial a aquel portento con el que llevaba soñando tanto tiempo. Como si le dedicará una oración. Daba trabajo a cientos de teleoperadores comerciales, no de asistencia técnica, nadie podía llamar a ningún número de esos cubículos. Sólo llamadas salientes identificadas con números aleatorios. Ya nadie cogía los números ocultos. La gran maravilla del spam telefónico.
Aquella noche, como las anteriores, salió el último, apurando las ultimas llamadas. Leía la información que tenía al usuario llamado, le pasaba con un comercial, en la empresa contratante, si era el caso o las más, escuchaba con una sonrisa de placer el enfado de alguien que había sido interrumpido en su intimidad por la Gran Máquina. Los comprendía. Pero no era personal, víctimas colaterales de la guerra del marketing telefónico. Cogió sus cosas y fue a visitar a la Gran Máquina, hasta que el guardia de seguridad le dió una voz desde la puerta:
“Eh tipo” – no sabía que se llamaba Miguel, y le importaba una misma mierda.- “Él último como siempre, enga ya, hombre que ya sa io tol mundo y tengo que chapar esto ya (frikazo de los cohones, to los putos días igual)”.
Miguel sonrió, bobalicón a la cara de asco del vigilante mientras se montaba el su coche y se iba. Sabía que aquel tipo se pasaba la noche durmiendo o viendo porno en la garita externa a la nave, que estaba dotada de una cantidad enorme de seguridad pasiva: cámaras, sensores de movimiento, etc. que le despertarían si fuera necesario. El vigilante estaba harto de aquel friki al que tenía que sacar todas las noches. Era un protocolo más del cierre de la nave. Pero esa noche varió algo. Se había dejado la mochila en la sala de la Gran Máquina. Miguel paró el coche a una distancia desde la que podía ver al guardia en su garita. Sacó el móvil y marcó un número. Era el número de una tarjeta de prepago a nombre de un tal José García. Un gorrilla, que trapicheaba con drogas y con los antipsicóticos que le recetaban y obviamente no consumía. Para callar sus voces la heroína era más efectiva. O no. Pero cuando se ponía todo le daba igual. Le dio 50 pavos por aquella tarjeta a su nombre y por una cantidad ingente de pastillas de jabón, en un super, y fertilizante en otro. Cuando un tipo que huele como José, y que obviamente se ducha cuando llueve, se lleva tantas pastillas de jabón de un super algúna alarma debería sonar en alguna parte. Miguel pulsó la tecla de llamada. Un politono sonó en la sala de la Gran Máquina. La marcha Imperial de Star Wars. Pero nadie la escuchó. La enorme explosión que sucedió a aquel primer tono lo hubiera impedido, si hubiera habido alguien para escucharlo en cualquier caso. Miguel desde su coche vio como el guarda saltaba de su garita con la cara desencajada y llamaba, presumiblemente a los bomberos. El fuego de la explosión se extendía rápidamente por toda la nave. El diluyente inflamable a altas temperaturas que Miguel mezcló con la pintura de tonos pastel que cubría toda la nave hizo que las llamas devoraran en cuestión de minutos la nave entera y su millonada en cubicúlos de tonos pastel y ordenadores. ¡A tomar por culo, árde máquina hija de una hiena!. Cuando los bomberos llegaron, no había nada que salvar.
Por fin había llegado tan esperado día. Una venganza simbólica contra aquella maldita maquina del infierno, con la que tanto había soñado, pesadillas, que le provocaban dos, tres, cuatro llamadas diarias interrumpiendo su vida, despertándolo después de una noche de guardia, sacándolo de quicio.. “hemos mejorado la cobertura en su zona…”, “tenemos una mejora para su seguro…”, “el robot cocinará por usted…”. Ahora aquella máquina ardía en el infierno del que no debió salir. Reía por primera vez en meses. Miguel arrancó el coche y volvió a casa. Sabía que volverían a llamar, que sería sustituida, que tarde o temprano sabrían que fue él. O no. Pero ya no le importaba. Siempre le quedaría aquella explosión.
Soy la ira contenida de Miguel.
P.S.
El autor no apoya la violencia bajo ninguna de sus formas en la vida real. Sólo le parece entretenida en obras de ficción como ésta, y piensa, y defiende, que jamás deben ser reales. Cualquier parecido entre este texto y algún suceso pasado, presente o futuro, persona o empresa es una mera coincidencia. Ningún teleoperador ha sido maltratado en la elaboración de este texto: no he cogido ninguna de las tres llamadas comerciales que me han interrumpido mientras escribía este relato, las he escuchado en el contestador automático que he tenido que comprarme para poder esquivarlas y no quedarme incomunicado.
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