Ayer vi El Perfume: Historia de un asesino (2006, Tom Tykwer), antes de verla he releído el libro (1985, Patrick Süskind) para tenerlo fresco. Es una buena adaptación, al menos a mi me lo parece, pero se me ha quedado corta. Yo leí este libro hace mucho tiempo, aún estaba en el colegio, en bachillerato. Y recuerdo que me impacto, me hizo sentir asco, miedo, piedad, deseo… Estas noches pasadas releyéndolo volvía a sentir esas mismas sensaciones. Sin embargo, la película no me ha trasmitido lo mismo.
Uno de los principales aspectos del libro que me sacudieron eran las descripciones de los lugares por los que pasa el protagonita, Jean-Baptiste: en vez de describir sus colores y sus formas, describe sus olores. Y esto al leer el libro provoca sensaciones de una forma mucho más primaria, ya que aun que no le prestemos mucha atención el olfato es un sentido que nos afecta de una forma muy instintiva, muy silenciosa pero muy intensa. Sentí al leerlo un asco y una repugnancia, o un placer dependiendo de los olores evocados, que no he sentido igual al ver la película. En mi opinión esto es debido al enorme poder evocador de la palabra escrita, un poder que no tiene el cine, o la imagen, o que simplemente es distinto.
Veamos, nuestro lenguaje es simbólico. Un concepto, o una realidad, lo simbolizamos con una serie de fonemas y de símbolos escritos. Cuando leemos una palabra escrita, nuestro cerebro evoca todo lo que simboliza esa palabra, para traer a nuestra mente ese concepto y entenderlo bien. Cuando vemos algo, evocamos su nombre, si lo sabemos pero como ya tenemos una imagen no vamos más alla, o no demasiado. Esto es, si vemos una naranja, el cerebro sabe que es una naranja, y nos ofrece cierta información adquirida sobre ese fruto. Si leemos “naranja” el cerebro tendrá que discernir primero si nos referimos a un color o la fruta y, decidiendo que es la fruta aquello de lo que hablamos, evoca en nuestra imaginación un concepto de la fruta, nuestro concepto. No el del que tenemos al lado, si no el nuestro. A nuestro cerebro llega una imagen de la naranja, su textura, su olor y sabor. Su tamaño, su color. Y las sensaciones y percepciones que hemos unido a la naranja, basados en nuestros conocimientos teóricos y nuestra experiencia. Esta impronta es única. Nuestra idea de naranja no se parecerá a la del vecino. Esto no ocurre cuando vemos la naranja, no tenemos que imaginarla, está allí.
Cuando en un libro leemos que era el olor más maravilloso del mundo, o que era la mujer más bella, puede apostar a que ni el olor que evoco ni el rostro que imagino se parecen al que usted ha pensado. Esto es uno de los principales problemas de las adaptaciones literarias, tener que poner cara a un personaje. Ninguna imagen puede despertar tanto nuestra imaginación como una palabra. Para mi esta es sin duda una de las razones por las que una película jamás podrá sustituir a un libro, no tanto por que sean dos lenguajes distintos, sino por que el poder evocador de una imagen nunca rivalizará con el de la palabra escrita a la hora de despertar sensaciones.
Cuando he llegado de ver la película he ido al baño, he buscado un perfume, una agua de colonia, que tengo en casa y que me basta con oler para ponerme de buen humor, incluso excitarme. No es que sea especialmente elaborado o caro, es simplemente que es el perfume que usaba mi primera novia. Es el olor que tengo asociado a mis primeros besos, el olor de su cuello y de sus pechos. Y hay otros olores unidos a otros recuerdos: el olor del mar, el de la brisa por la mañana en la orilla. El de un determinado café o una determinada comida. El olor de un hospital. Nada es capaz de evocar tan bien las sensaciones de un recuerdo como un olor asociado a ese recuerdo.
Por eso recomiendo encarecidamente leer este libro, porque une el poder evocador de la palabra escrita con el sentido más evocador a su vez, y denostado, que tenemos: el olfato y consigue provocar reacciones instintivas, más primarias y por tanto más intensas, al leerlo.