Motivación: El cuento de la vaca
Del colegio tengo muy buenos recuerdos. Uno de los mejores, que se convirtió en un hábito, es el gusto por los cuentos con moraleja. Pequeñas perlas de sabiduría. En aquella época fueron los libros, recopilaciones de cuentos e historias, de Tony de Mello, SJ que nos daba el P. Leonardo. Uno de los que más me impactaron fue el cuento de la vaca. Muchos gurús de la motivación lo han usado, y fusilado, no tengo ni idea de quien es el autor real, pero hoy le voy a contar un cuento: El cuento de la vaca.
Érase una vez, en un reino muy muy lejano (si no empieza así un cuento no es lo mismo) hubo un maestro que tenía un discípulo. En uno de sus viajes les sorprendió una tormenta en el camino y buscaron donde resguardarse. Tras ser rechazados en un par de granjas, que feo está eso, fueron acogidos por una familia en otra granja pequeña, sucia, dejada y yerma. Vivían de forma muy humilde, al día, sin más riqueza que una vaca con cuya leche “iban tirando”. Lo poco que tenían lo compartieron esa noche con el maestro y su discípulo. Eran buena gente, pobre pero honrada.
Al día siguiente, cuando la tormenta dejó paso a la calma, el maestro y su discípulo decidieron seguir su camino. El maestro estaba muy agradecido con esta familia, y como era un buen maestro, vio una oportunidad magnífica de enseñarle algo a su discípulo. Así que antes de salir al alba, el maestro llevó a su discípulo al establo y en su presencia, con un gesto certero, degolló a la vaca ante la mirada aterrorizada e incrédula de su discípulo que no tuvo tiempo de reaccionar.
El discípulo siguió varios años con su amo, arrastrando la culpa que sentía por el daño que habían hecho a aquella familia que tan amable fue con ellos. Dejaron a aquella gente sin su sustento. Era un tema que su maestro nunca quiso comentar y que lo llenaba de pesar. No comprendía un hecho tan horrible de alguien que, salvo por esto, era un hombre sabio y bueno. Era su maestro. Un día no aguantó más y decidió ir a ver a aquella familia, repararía aquel daño como fuera. Llegó al lugar y le costó reconocer la granja. Donde estaba aquél edificio oscuro y lleno de desperfectos rodeado de tierras abandonadas, había ahora una casa bien cuidada, con terrenos sembrados, gallinas y un establo con varios animales. Temiendo lo peor, que aquella pobre gente que les acogió se hubiera visto obligada a vender sus terrenos y emigrar a la ciudad, o peor, llamó a la puerta y, para su sorpresa, le abrió el mismo hombre que en aquella tormentosa noche. Parecía incluso más jóven. El hombre, que obviamente nunca supo que maestro y discípulo habían matado su vaca, lo reconoció con alegría y le invitó a comer con ellos. En la comida es donde se enteró de cómo, al haber perdido el animal con el que subsistían, su angustia y desesperación ante el invierno que se acercaba les llevó a buscar otra forma de ganarse la vida. Cambiaron a sus vecinos parte de la leche que les quedaba y parte de la carne del animal, por harina, verduras y algunas semillas. Limpiaron y araron su terreno, que resultó ser fecundo, del barbecho, y dio una buena cosecha que vendieron en parte, para comprar algunas gallinas ponedoras. Trabajaron mucho y duro, y pudieron arreglar la casa y que sus tierras dieran buen producto. Ahora tenían para vivir y para hacer trueque. Seguían viviendo humildemente, pero mucho mejor que antes. Se habían ganado cada rincón de aquella casa. La familia concluyó que haber perdido aquella vaca, fue en realidad una bendición.
El discípulo volvió con su maestro. Obviamente, como buen maestro de cuento, le estaba esperando con esa sonrisa de autosuficiencia de “¿Quien es el maestro aquí, chaval? A que soy bueno” y, por supuesto, le explicó la moraleja. Pero vamos que no hacía falta, el discípulo no era tonto precisamente. Le explicó que es nuestra conformidad con lo que tenemos, aquello que nos sirve para “ir tirando”, y nuestro miedo a lo desconocido, a atrevernos a buscar algo más, lo que nos paraliza y nos impide progresar y desarrollar todas nuestras capacidades. Y que en ocasiones, pensándolo bien, es mucho mejor “matar la vaca” y no tener más remedio que enfrentar nuestros miedos para que salga lo mejor de nosotros.
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